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Las celdas de los monjes cartujos tenían tres
pisos y un jardín privado con un estanque de peces de colores. “Eran auténticos
adosados”, dice la arquitecta Consuelo Castillo, paseando entre las ruinas en
las que todavía se ve el pequeño hueco del torno por el que les entregaban la
comida y la enorme chimenea sobre la que se situaba la cama. “La arquitectura
responde a la vida eremítica de los cartujos que pasaban la mayoría del tiempo
en soledad”, dice Castillo.
En este monasterio perdido en la profundidad del valle de Lozoya
llegaron a vivir 200 personas entre monjes y legos, que eran quienes trabajaban
(hay pasillos diseñados para que unos y otros no se cruzasen). El monasterio
llegaba mucho más allá de sus cercas; los monjes tenían 20.000 ovejas merinas,
cinco molinos, una piscifactoría, un aserradero y la fábrica de la que salió el
papel para imprimir el primer Quijote. “Todo un tinglado que le valió el
sobrenombre de Ministerio de Hacienda de los Cartujos”, cuenta el arquitecto
Ramón de la Mata, miembro de la asociación Amigos del Paular y director del
proyecto de “conservación preventiva” del cenobio.
“Igual que los chinos van al médico para que
los mantenga sanos, la conservación preventiva cura en salud a los edificios”,
explica. Según el Plan Nacional de Conservación Preventiva, aprobado en marzo
de 2011, este método de trabajo sirve para “identificar, evaluar, detectar y
controlar los riesgos de deterioro de cualquier bien cultural, evitando con
ello su deterioro o pérdida y la necesidad de acometer drásticos y costosos
tratamientos”.
“La idea es que una pequeña inversión evita males mayores”,
explica Consuelo Castillo, que colabora en el proyecto becada por la Fundación
Botín, que financia a instituciones, como Amigos del Paular, pagando el sueldo
de profesionales que ayudan en sus proyectos. "Un edificio es mucho más
que un edificio", dice la arquitecta, "en la conservación preventiva
es tan importante vigilar las humedades como estudiar el uso que se le da al
inmueble". "El problema con muchos monumentos ya no es que se caigan,
sino qué hacer con ellos una vez restaurados", añade De la Mata.
Hoy el Paular funciona como una abadía
benedictina cuyos ocho monjes conviven con un hotel Sheraton. Los monjes hacen
visitas guiadas todos los días (salvo los jueves, por 5 euros, ) en las que resumen más de 650
años de historia y arte. Desde la fundación en 1390 hasta la desamortización en
1835: fue un error, el Estado lo volvió a comprar 20 años después, en peor
estado y más caro. Abandonado durante años y cedido a los benedictinos en 1954,
el monasterio tiene un alucinante retablo gótico de alabastro y un alucinado
sagrario barroco trufado de estucos y dorados, columnas salomónicas y
angelotes. Tras años de restauración, las cubiertas están arregladas, los
retablos limpios, las humedades resueltas. En su claustro se han recuperado los
cuadros que Vicenzo Carduccio que tenía el Prado, y a su iglesia ha vuelto la
sillería que se conservaba en San Francisco el Grande. Y, sin embargo, quienes
se acerquen hasta el monasterio empezarán la visita por donde no es: el hotel
se ha quedado con la entrada buena y los visitantes acceden por una puerta
trasera. "Así no se entiende el edificio, y para conservarlo, lo primero
es entenderlo", dicen los arquitectos.
De eso trata también la conservación preventiva. La idea es que lo
urgente (arreglar una gotera) no eclipse a lo importante (que se entre por
donde se tiene que entrar). "Los riesgos físicos, como las medidas
antiincendio, son fáciles de detectar y solucionarlos es una cuestión de dinero",
dice De la Mata; "otros son más peliagudos… ¿Qué hacer si se van los
monjes?, ¿cómo afectaría una urbanización cercana?". El prior Miguel
escucha al arquitecto mientras mira preocupado un nido de cigüeña. Entre las
cacas y los palos que caen del campanario le tienen el patio hecho unos zorros.
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