martes, 19 de marzo de 2013

Una Malasaña de cuento


Artículo publicado por Rafael Fraguas en EL PAIS el 15 de marzo de 2013
"Una Malasaña de cuento"
Hacerse una idea del Universo es mucho más fácil en el barrio de Maravillas, más conocido como Malasaña y denominado de manera oficial Universidad, que en cualquier otro lugar de Madrid. Es un crisol de todo lleno, donde la historia de la ciudad, su hoy, su pasado y su horizonte se estrechan cálidamente la mano entre los bulevares, Fuencarral, la Gran Vía y la calle de la Princesa. Nada le falta. ¿Palacios? En la calle de San Bernardino, se encuentra el del Marqués de Santa Cruz, Álvaro de Bazán, una casona neoclásica de dos plantas repleta de tesoros artísticos e históricos, como los fanales que alumbraron los navíos que bajo el mando del almirante derrotaron al Turco en la batalla de Lepanto en 1571.
¿Conventos? El de las Comendadoras, en la plaza que lleva su nombre, que gracias a la arquitecta Emmanuela Gambini ha recobrado el esplendor del siglo XVII, tras haber sufrido en agosto de 2007 los efectos de un movimiento telúrico de grado 5,1.
¿Rascacielos? Pues claro, los dos que fueran durante temporadas hitos más elevados de Europa: el edificio de Telefónica —en cuya cumbre habita un voraz halcón que aniquila toda otra ave que surque ese trozo de cielo que sobrevuela la Gran Vía— y el edificio España, con su fachada también timbrada de ornamentación neobarroca.
¿Barroco? El mejor de Madrid: la iglesia de San Antonio de los Alemanes, en la calle de la Puebla, donde Luca Giordano, invitado por Carlos II, dejara sus mejores frescos sobre los muros en elipse del fascinante templo.
¿Templos? El del monasterio de San Plácido, en la calle de San Roque, donde permaneciera colgado de su madero el Cristo de Velázquez, colocado allí como expiación de sus culpas por Felipe IV. Aquel rey lujurioso quiso seducir a una monja, ingeniosamente camuflada de difunta, para huir de su asechanza, por mor de sus atribuladas compañeras religiosas: acosadas también ellas por un lúbrico confesor, desesperadas, se proclamaron posesas de Lucifer y fueron a dar con sus huesos diez años a las secretas mazmorras subterráneas del Toledo inquisitorial.
Todo ello en medio de una sutil fronda política que se llevó por delante, primero a Jerónimo de Villanueva, mentor del convento, y luego al valedor de este, valido a su vez de Felipe IV: el Conde Duque de Olivares, cuyo cuartel de Guardias Valonas ha sido durante tres siglos el edificio más grande de la ciudad, encastrado con el barrio de Malasaña, escenario histórico de heroicas gestas.
¿Heroicas gestas? Desde luego: las protagonizadas por 29 militares del parque de Monteleón y un centenar de madrileños y madrileñas que con arrojo y descomunal bravura, con apenas un par de cañones, un manojo de escopetas, hoces, chuchillos de cocina y unas fatídicas tijeras, pararon los arrogantes pies de un temible ejército invasor, a la sazón el más poderoso de su época, una infausta mañana de mayo de 1808. Los gritos, los disparos, el ardor combativo de aquellas personas que perdieron su vida para que las demás la sobrellevaran con digna libertad, parecen escucharse aún en algunas tardes madrileñas en torno a la plaza del Dos de Mayo, donde las estatuas que cincelara Antonio Solá sellan en mármol el pacto entre los bravos capitanes artilleros Luis Daoiz y Pedro Velarde, no lejos de la calle dedicada al también valeroso teniente Jacinto Ruiz.
Es una pena que el precioso grupo escultórico dedicado al comportamiento del pueblo madrileño en aquellas fechas, hoy enclavado al otro lado de la plaza de España, no se encuentre en el ámbito de este barrio, como ha propuesto el arquitecto municipal Joaquín Roldán, quien recobrara el extraordinario monumento de la plaza de la Lealtad dedicado a aquellos héroes.
¿Héroes? Sí. También aquellos miles de hombres y mujeres del barrio de Malasaña, Maravillas o Universidad, como quiera llamársele, que tan estoicamente y sin perder la sonrisa soportaron tres años, tres, de bombardeos inmisericordes de la artillería de Franco y la aviación nazi e italiana.
De todo ello da cumplida cuenta en un ameno y bien escrito libro que lleva el nombre de su bienamada Malasaña, Carlos Osorio, vecino comprometido desde hace décadas en la defensa de un barrio excepcional: no solo cobró magnificencia en el Siglo de Oro, sino que se desarrolló deslumbrante en sus numerosos palacios la centuria ilustrada siguiente; se vio alcanzado por la industrialización decimonónica y sus abigarradas calles acogieron con calidez y afecto, el declinar el siglo XX, aquellos jóvenes de la Movida, que después de cuarenta años de dictadura franquista comenzaron a catar las mieles de las libertades individuales, toda vez que las colectivas habían sido recuperadas a partir de las protestas estudiantiles de 1956, surgidas, precisamente, en la glorieta y la entonces universitaria calle de San Bernardo, el eje que vertebra este prodigioso distrito, salpicado hoy de bares, cafetines y salas de música.
Malasaña. Carlos Osorio. 227 páginas. Ediciones la Librería. 14,90 euros.

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